Resistir el olvido

EDICIÓN IMPRESA

Edición Impresa 04 de noviembre de 2020 Diario Sumario

Por Pablo Rodríguez

Especial para Sumario

Una fría mañana de junio de 1975, una pareja golpeó la puerta de la casa de la familia Barreiro en barrio Sur. Faltaba casi un año para que el autoproclamado “Proceso de Reorganización Nacional” inaugurara la dictadura más sangrienta de la historia del país. El derrotero represivo llevaba más de cuatro décadas de interrupciones en el devenir democrático, que encontraban resistencia en combativos sectores gremiales y estudiantiles, y también en partidos políticos y organizaciones armadas.

Al abrir la puerta, Matilde Cuello se encontró con Viviana “La Peco” Real Meiners y Bruno Carlos “Carlitos” Castagna, ambos militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT - ERP), a quienes dejó entrar pese a no conocerlos, cuando mencionaron a su esposo Gumersindo Alberto “Tito” Barreiro y a su hijo Carlos. Con lo puesto, llegaban desde Buenos Aires, en medio de un clima de represión paraestatal que ponía en jaque la institucionalidad y anticipaba un escenario aún peor para los próximos meses. Ella tenía 25 años y cursaba un embarazo reciente. Él tenía 27.
- ¿Hasta cuándo se quedan? -les preguntó alguien en ese momento.
- Hasta que nos dejen -respondieron.
En casa de los Barreiro, la convivencia doméstica y la formación política en semi clandestinidad tejieron un lazo afectivo que la ferocidad del terrorismo de Estado no pudo romper. Se quedaron hasta noviembre, cuando decidieron partir con rumbo desconocido. En las primeras horas del 26 de mayo de 1976, con la dictadura en plena escalada represiva, fueron secuestrados en una pensión de Unquillo y aún permanecen desaparecidos.
El juicio Diedrichs-Herrera, que arrancó el 9 de septiembre pasado y constituye el decimosegundo por crímenes de lesa humanidad que se celebra en Córdoba, juzga, entre otros, a los responsables de este doble crimen. Se trata de un acto reparador, que hace justicia no sólo con las circunstancias de la desaparición de “La Peco” y “Carlitos”, sino principalmente con sus historias de compromiso militante. 
En ese marco, la noche del sábado 3 de octubre pasado, Matilde Cuello y sus hijos Carlos, Stella y Blanca Barreiro (“Tito” y un cuarto hermano, Gustavo, fallecieron años atrás) se reúnen para echar mano a los recuerdos y desempolvar una historia de solidaridad revolucionaria que en la zona Sur de Alta Gracia supo ganarle al miedo e implantar una marca de memoria que cobra vigor 45 años después.
Una aclaración necesaria: Lo que se narra a continuación, sólo puede entenderse si se piensa estos gestos de humanismo como la contracara del terrorismo de Estado y se identifica a la última dictadura cívico militar eclesiástica como el punto máximo de un proceso histórico de violencia institucional que llevaba casi un siglo azotando al país, en claro detrimento de los sectores populares.
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La familia Barreiro vivió en Córdoba, Buenos Aires, Mar del Plata y Cosquín. En 1971, problemas económicos los llevaron a tomar un nuevo rumbo. En Alta Gracia, durante los años 60, Matilde se había reencontrado con su madre, a quien no veía desde niña. Esta ciudad apareció como horizonte posible por su cercanía con Córdoba, proyectando la continuidad estudiantil de los hijos. 
La búsqueda de un alquiler económico los cruzó con una vivienda de la calle Mariano Moreno, entre Liniers y 24 de septiembre, que estaba a medio concluir y les tomó algunas semanas desmalezar para convertir en su hogar. La casa tenía un tapial petiso, una galería en la entrada, una habitación grande, otra un poco más chica y un cuartito con techo de zinc atrás, recuerda Carlos al bocetar un croquis con lapicera en una hoja. “El baño era lo único que tenía nuevo”, apunta Matilde. Todos recuerdan la parra en el patio de tierra. 
Matilde nació en Córdoba y se crió hasta los 20 en un colegio de monjas. En 1951 se casó con “Tito” Barreiro, quien había sufrido tres años antes un accidente al caer de un tren, que le había valido la amputación de sus piernas. Matilde era novicia en el hospital en el que fue atendido. Stella nació en 1953, Carlos en 1954, Gustavo en 1960 y Blanca en 1964. Antes y después de “La Peco” y “Carlitos”, la familia albergó “perseguidos”, tanto en Alta Gracia como en un hotel que administraron en Mar del Plata. Se trata de una conducta que años después recuperan orgullosamente como una práctica política.
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“Pasó poco tiempo entre que los conocimos y los desaparecieron”, apunta Carlos, recordando lo vertiginoso que ocurría todo entre los años 60 y los 70. “Del Cordobazo al ’76 hay sólo siete años”, grafica. “Carlitos” Castagna era pelado y petiso, originario de Cosquín, que en esos años tenía un intenso movimiento juvenil político y cultural, nutrido con la poesía y la música del nuevo folklore argentino, con el auge del festival y con referentes como el artista plástico Jorge Mattalía. Era hijo de un profesor de Gimnasia, pese a que dejó la escuela al terminar la primaria. Aventurero, supo viajar a dedo a Estados Unidos y después se instaló en Córdoba. Allí conoció a “La Peco”, que era licenciada en Pintura y Grabado con Honores en la Universidad Nacional. Ella era pecosa y tenía pelo enrulado. Nacida en La Falda, se había establecido con su familia en la capital provincial, en la zona del Cerro de Las Rosas. Cuando a “Carlitos” lo meten en una “lista negra” tras el copamiento de la Fábrica Militar de Villa María en 1974, el PRT los trasladó a Buenos Aires.
Un año antes, “en plena primavera camporista”, en un interminable viaje de 15 horas en tren a Buenos Aires, en el vagón comedor “Tito” y Carlos comparten unas revistas políticas con un desconocido que venía de Cosquín, con quien entablarían una charla que derivaría en una larga historia de amistad y militancia política. Es esta persona quien les presenta en Buenos Aires a “Carlitos” y a “La Peco”. Cada nuevo viaje por la capital del país enriquecería el vínculo que derivaría en la decisión de la pareja de refugiarse en Alta Gracia cuando Buenos Aires se volvió inseguro.
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“No había terminado el primario, pero vos hablabas con él y parecía un sociólogo; era audaz y se adelantaba a lo que podía pasar”, lo recuerda Carlos Barreiro a “Carlitos” Castagna, contrastando su caligrafía desprolija y sus abundantes faltas de ortografía con una atenta práctica de la lectura y un agudo sentido del humor, que le permitía improvisar las más disparatadas conclusiones a textos políticos que compartía en voz alta; lo que generaba una inmediata risa en quienes lo escuchaban.
“La Peco” era callada y menos vehemente; el 1 de octubre de 1974, el terrorismo de Estado había asesinado a su hermana Hebe Sol Real en Córdoba, cuando cursaba un embarazo de cuatro o cinco meses. “Una vez vi que estaban en la pieza del fondo y me acerqué a espiarlos porque quería ver qué hacían y ‘La Peco’ le estaba explicando no sé qué cosa a ‘Carlitos’, dibujando gráficos en el pizarrón”, recuerda Blanca. “Era una mina formada, lo más probable es que le estuviera discutiendo algo. Hablaba poco pero cuando lo hacía, habitualmente tenía razón”, aventura Carlos. 
“Fue como tener dos familiares más en casa. Con Tito y Carlos se reunían a charlar de política”, repasa Matilde. “Para mí, eran los amigos de la casa. Me encantaban. Él me parecía un hombre muy gracioso y ocurrente”, evoca Blanca.
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Cuando llegaron, venían con lo puesto y muertos de frío. “Justo en esos días tenía un saco tejido verde, que era grueso y grande; así que se lo di enseguida a ‘La Peco’”, apunta afectuosamente Matilde, quien al enterarse de que estaba embarazada, ideó una forma de poder llevarla a hacerse controles, sin que esto la pusiera en riesgo: “En el dispensario eran bastante discretos, pero el problema era que no queríamos que los vecinos se enteraran. Entonces fui, hablé con unas enfermeras que cuando había estado con un problema de salud, me habían tratado muy bien y les dije que se trataba de una sobrina de mi marido que venía de Buenos Aires; que estaba embarazada y se había peleado con los padres y no traía documentos”. Cuando le preguntaron el nombre, instintivamente disparó “María Barreiro”. La restante hermana de “La Peco”, que era médica, siguió el embarazo de cerca en sucesivas visitas. También la madre y el padre supieron llegar por la casa de los Barreiro. 
Carlos recuerda risueño el día que se enteró del nombre y apellido de “La Peco”, por un desliz del padre, que andaba de visita: “Estábamos en la piecita del fondo y empieza a contar orgulloso la formación académica de sus hijas y habla de ‘Viviana Real’, que es licenciada en no sé qué y ‘la Peco’ lo mira y le dice: ‘¡Papá!”. De “Carlitos” tenía más información, ya que ambos habían vivido en Cosquín, pese a no conocerse personalmente. Incluso el padre de él había sido profesor de Gimnasia de Carlos en la escuela primaria.
Las familias de ambos conocerían la casa de los Barreiro y, sin compartir ni dimensionar en profundidad sus militancias, les acompañarían hasta el final. Incluso los padres de “La Peco” sufrirían en su vivienda del Cerro de Las Rosas, sucesivos ataques con ametralladoras por parte de las fuerzas reaccionarias.
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Pero poco a poco “la casa pasó a ser insegura”. Así sintetiza Carlos las razones por las cuales, en noviembre de 1975 se precipitó la partida de la pareja. Matilde señala que unos días antes, había mantenido una discusión con “Tito”, respecto del riesgo al que estaban expuestos. En un negocio del barrio, un comerciante le había sindicado que albergaba “personas ajenas” e incluso a Blanca la habían devuelto un día de la casa de una vecina porque sabían que vivían con guerrilleros. “Había un clima tenso que tenía que ver con el temor”, analiza Carlos.
Después de que se fueron, “Carlitos” volvió un par de veces a buscar algunas cosas que habían quedado, para ofrecerlas en compra ventas y conseguir algo de dinero para sostenerse en la clandestinidad. El hijo de ambos, Bruno Salvador, nació en febrero de 1976. Carlos llegó a conocerlo, ya que mantuvo algunas reuniones posteriores con “Carlitos”: “La última vez que los vi juntos a los tres, lo estaban yendo a anotar al bebé al Registro Civil. A ‘Carlitos’ lo vi una vez después del Golpe. Yo estaba muy preocupado y me acuerdo que me dijo: ‘Pero Carlos, si nosotros vivimos siempre en dictadura; no te preocupés por esto, que es más o menos lo mismo’. Era su lectura y objetivamente era así, ya estaba la ‘Triple A’ que te agarraba, te torturaba, te desaparecía. Pero mi viejo y yo teníamos la intuición de que venía algo peor”.
Stella recuerda que después de aquel noviembre de 1975, “Carlitos” pasó por su casa en barrio Jorge Newbery de la capital cordobesa y le dejó mensajes clasificados para Carlos: “La última vez le dijo a un vecino que me quería ver. Por eso me sorprendió cuando me enteré que los habían secuestrado en Unquillo, porque para mí no venía de muy lejos a visitarme. Me quedó la duda eterna de qué me quería contar o qué mensaje me quería mandar”.
“Yo la vi a ‘La Peco’ de casualidad el 24 de enero en Córdoba. El día anterior había muerto mi padre en Cosquín y me iba a la casa de mi hija Stella en un colectivo que me había tomado en la Terminal”, recuerda Matilde y detalla: “Eran las siete de la mañana e iba casi vacío, sólo había una persona al fondo y primero no miré, pero cuando me fui a bajar, me di cuenta de que era ella, con su pancita de embarazada. Tuve ganas de saludarla pero no sabía si hablarle o no. Cuando me bajaba, me dijo ‘quedate tranquila que estoy bien, voy a ver a mi hermana’”. 
“Nos enteramos del secuestro porque una noche golpean la puerta, salgo a atender y era el papá de la Peco. Debió haber sido el 28 o 29 de mayo, dos o tres días después de que los detuvieron”, recuerda Carlos. “Te vengo a avisar porque ustedes nos ayudaron y a lo mejor les hagan algo, para que se cuiden”, le manifestó el padre, quien, pese a no compartir la militancia política, entendía perfectamente el riesgo que se corría. “Ya está, ahora será tenerlos unos años presos y después empezar otra vida”, supo decir, esperanzado de volverlos a ver. “Nosotros no sabíamos de los campos de concentración, pero sí sabíamos que no tenía retorno”, manifiesta Carlos con tristeza.
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El secuestro se produjo en una tradicional pensión de la Avenida San Martín en Unquillo. “La Peco” le dejó su pequeño hijo a los dueños de la vivienda. Posteriormente, lo retiró su familia. Años más tarde, cuando sus padres fallecieron, la única hermana viva que quedaba se fue del país para instalarse con el pequeño en España. “La Peco” y “Carlitos” fueron vistos en el Centro Clandestino de Detención, Torturas y Exterminio La Perla. Aún continúan desaparecidos.
En la casa de los Barreiro, la emoción brota entre recuerdos que se superponen con análisis políticos: los besos de “Carlitos” en la panza embarazada de “La Peco”; las “rosas perfectas” de papel crepe que hacía ella y que su hermana vendía en algunos negocios para pasarles algo de dinero y un cenicero que ella le fabricó a él con un medio ladrillo pintado con betún para su cumpleaños en octubre, en cuya base talló una estrella roja y unas iniciales, “LOMJE”: “Libres o Muertos, Jamás Esclavos”.
“En el ’83, cuando yo salí a preguntar por ellos, nadie los conocía. No estaban. Los juicios logran instalar que existieron, contra qué pelearon, que fueron seres humanos que disfrutaban un asado, que se cagaban de risa, que tenían miedos, que se ponían felices porque iban a tener un hijo”, apunta Carlos, conmovido por la causa Diedrichs – Herrera.
- ¿Qué representa este juicio que acaba de arrancar?
- Les da sentido a sus existencias, a sus luchas políticas, a sus procesos históricos como combatientes populares.
 

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